Mientras la demanda de energía en el país sigue en aumento, el Gobierno continúa impulsando una transición energética carente de una debida planificación, un enfoque que parece más un capricho que una estrategia, y que está arrastrando al país, y a las regiones clave, hacia la decadencia. Cuando hablamos de una transición sin planeación, lo hacemos basándonos en hechos concretos: proyectos actuales que, aunque altamente contaminantes, continúan operando bajo mandato gubernamental, como es el caso de Termozipa en Cundinamarca y otras térmicas que funcionan con carbón, al tiempo que se niegan los permisos para iniciativas que realmente podrían generar energías limpias.
Cuando en algunos sectores se discute sobre la posible escasez de energía y gas en el país, dónde la preocupación se centra principalmente en el suministro a los hogares colombianos. Sin embargo, pocos se detienen a pensar en las implicaciones para los grandes proyectos en marcha, como el metro de Bogotá, los sistemas de cables o las flotas de buses eléctricos. Muchos de los cuales están actualmente en construcción y requieren grandes cantidades de energía para su finalización y operación futura.
Algunos de estos proyectos se desarrollan en regiones específicas, pero su impacto trasciende a nivel nacional, promoviendo el progreso, la transformación y el desarrollo, convirtiendo a Colombia en un destino atractivo para la inversión extranjera.
A pesar de su relevancia, proyectos de esta magnitud están siendo bloqueados, en lugar de ser promovidos, por ese gobierno que pregona la transición en cuanto discurso e intervención realizan. En términos de desarrollo, parece que estamos ante un gobierno que impone obstáculos en lugar de facilitar el crecimiento.
Es indudable que los trámites para obtener licencias ambientales son cada vez más complicados, engorrosos y frustrantes, no porque sea necesario para garantizar un control riguroso, sino como una forma de detener y obstruir proyectos que, en su mayoría, tienen un impacto ambiental mínimo. Es un esquema irracional de licenciamiento, a pesar de los avances tecnológicos que permiten una gestión más eficiente.
Los colombianos, en su mayoría, compartimos la visión del Gobierno Nacional en cuanto a la necesidad de una transición energética que haga del respeto por el ambiente una regla y no una excepción. Sin embargo, la pregunta es: ¿a qué costo?.
Gobiernos locales, como el de Bogotá, han implementado proyectos respetuosos con el medio ambiente, cumpliendo con todas las normativas que protegen quebradas, ríos, bosques, fauna y flora. Incluso en casos donde se reubican especies para minimizar los impactos. No obstante, parece que estos esfuerzos tampoco son suficientes; la única respuesta que ofrece el Gobierno es la dogmática ambientalista, aunque ello ponga en riesgo la seguridad energética del centro del país.
El Gobierno insiste en garantizar únicamente la «demanda esencial», es decir, la energía para los hogares, pero ¿qué pasa con los grandes proyectos? ¿Deberíamos detener el progreso del país, frenar la economía y el empleo que permite a tantas familias colombianas llevar sustento a sus hogares?. No, no señores, no podemos conformarnos con satisfacer únicamente la demanda esencial, es crucial abordar el problema de raíz.
El gran interrogante sigue siendo: ¿Qué alternativas propone el Gobierno para lograr una transición energética sin generar impactos negativos ni traumas para los colombianos?