Hace 20 meses que el mundo fue informado que un ciudadano chino de 55 años, originario de la provincia de Hubei, había resultado positivo frente a pruebas de laboratorio que indicaban que padecía o presentaba un extraño virus, al parecer contagioso, que afectaba vías respiratorias, conocido en principio como “nueva neumonía” y que posteriormente se denominó CORONAVIRUS.
Para el 15 de diciembre, es decir, casi un mes después de haber identificado ese primer paciente, se hablaba de 27 contagiados, y al finalizar el año la cifra era cercana a los 400, momento este en que el mundo fue informado de la situación.
Al principio, el mundo escuchaba con atención la difícil situación que vivían los chinos, los cual era lamentable, pero el problema era de ellos, solo de ellos.
Luego se desató una crisis sanitaria sin precedentes en Italia. El mundo veía con horror e impotencia, como los italianos padecían una arremetida del virus que colapsó hospitales, clínicas, albergues, hornos crematorios. Por fortuna para nosotros y el resto de los países, el problema era de ellos y solo de ellos.
Escasas semanas después, España era el epicentro de la tragedia. El COVID 19, como ya era denominado el virus, había tomado posesión de la península ibérica. Muertos y más muertos inundaban las calles españolas, los hospitales y los centros sanitarios no daban abasto. Por fortuna para nosotros los americanos, el virus estaba ensañado con los asiáticos y los europeos.
Luego el virus llegó a América y se parqueó de manera destacada en Ecuador. Allí destrozó sin piedad todo el sistema sanitario de nuestro vecino del sur.
Empezaron a circular videos en los que se veían muertos por doquier en las calles de Guayaquil, igual que se veían camiones llenos de féretros en las puertas de los hornos crematorios, cual si fueran novillos a la entrada de una feria ganadera. La ventaja es que el problema era de los ecuatorianos, no de nosotros, y según se escuchaba, ello ocurría por un mal manejo de la pandemia por parte de las autoridades ecuatorianas.
Luego supimos que el virus había llegado con mucha fuerza a los Estados Unidos, a Brasil y a México. En estos tres países el virus tuvo unos aliados incondicionales, tres presidentes negacionistas que despreciaron las consecuencias del virus y que minimizaron su poder destructor.
Donald Trump, aun contra las evidencias científicas, se atrevía a decir que con hidroxicloroquina se evitaban los efectos del virus. Jair Bolsonaro, de manera despectiva, referenciaba que el virus era una simple “gripezinha” y Andrés Manuel López Obrador que menospreciaba el virus y decía que no era comparable ni siquiera con la influenza.
Los casos en Estados Unidos, Brasil y México se elevaron de una manera inesperada. Por fortuna para nosotros, el problema era solo de los gringos, los cariocas y los manitos.
Hasta que nos llegó el turno. Hasta que el virus empezó a golpear a Colombia, a ese país suramericano donde no creíamos en su fuerza, en su letalidad, en su mortalidad.
Al principio, el país colocaba uno que otro muerto por día. Luego eran algunas decenas diarias. Mas adelante, con preocupación veíamos que era casi una centena diaria de fallecidos como consecuencia de la peste.
Desde siempre hemos escuchado que el hombre es “un animal de costumbres”. Parece que frente al COVID nos acostumbramos a la muerte. Tan cierto es lo dicho, que hace un mes, tuvimos días como el 22 de junio con más de 700 muertos DIARIOS por causas de COVID y el 26 de junio donde fueron más de 33.000 nuevos infectados, solo ese día, aun así, ya nos parecía normal, ya nos parecía paisaje.
Por lo dicho, no se entiende que después de varios millones de muertos por COVID en todo el mundo; la cifra no despreciable de 130.000 muertos en nuestro país y casi 5 millones de contagiados en Colombia, cerca del 30% de los colombianos manifiesten que no tienen voluntad de vacunarse.
No se entiende esa postura, respetable, pero irresponsable. No se trata solo de la vida de los que no se quieren vacunar, se trata también de los que se quieren vacunar, y de los que se vacunan, que continúan conviviendo e interactuando con ese 30% que no cree en la ciencia y que solo lee y escucha teorías de conspiración, microchips, inoculaciones perversas, etc.
Ha hecho carrera la frase “no estaremos seguros, hasta que todos estemos seguros”, la cual puede ir de la mano con la afirmación reciente del director de la OMS “cuanto más circule el virus, más oportunidades tendrá de mutar de formas que podrían hacer que las vacunas fueran menos eficaces. Podríamos volver a la casilla de salida”, esto último resulta demoledor, pues variantes como la brasilera, la delta, la británica, demuestran que la OMS no está perdida en lo que dice.
Necesitamos convocar y convencer a nuestros más cercanos que son renuentes a la vacunación, para que reflexionen y acepten el biológico, pues si no lo hacen por ellos, que lo hagan por los que se quieren vacunar y no han podido, por lo que ya se vacunaron y temen ser infectados, y sobre todo, que lo hagan en memoria de los que quisieron vacunarse pero el tiempo no les alcanzó y hoy no son más que una estadística en el recuadro denominado “fallecidos”.
El problema aquí es de todos, no podemos seguir pensando como al inicio cuando el virus empezó en China, que estábamos convencidos que ese era problema de ellos, o cuando llegó a Italia o pasó a España que también creíamos que ese era problema de los europeos. Al pasar a América dijimos, ese problemita que lo resuelvan los gringos, los cariocas, los manitos y los ecuatorianos.
Hoy es nuestro problema, el problema de todos y si no hacemos nada, nos tendrán que recordar aquellas bellas palabras del pastor luterano Martin Niemöller, que no son de Bertolt Brecht, como equivocadamente suelen citarse:
«Primero vinieron por los socialistas,
y yo no dije nada, porque yo no era socialista.
Luego vinieron por los sindicalistas,
y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos,
y yo no dije nada, porque yo no era judío.
Luego vinieron por mí,
y no quedó nadie para hablar por mí»
Así que digamos algo, ahora que estamos a tiempo, no vaya a ser que cuando la parca venga por nosotros o por nuestros más cercanos, ya no quede nadie que hable nosotros.
Si no se vacuna por usted, por su familia, ni tampoco por sus amigos, hágalo cuando menos POR LOS QUE SE FUERON.