Cuando se ponen viejos los viejos

Los cuchos se volvieron viejos. 

Vamos por la vida caminando de su mano y, de repente, nos empezamos a dar cuenta de que los viejos ya no son los mismos de antes, ya no son los muchachos fuertes que conocimos, ya no son la sombra vigorosa que nos protegía, ahora son la débil estampa que acusa cansancio y fatiga. 

Entendemos que han marchitado cuando vemos que las canas abundan, donde antes brillaba negra cabellera; cuando advertimos que su mirada, que siempre fue profunda y aguda, ahora se ve perdida, casi siempre distraída. Sus pasos se vuelven torpes, y su caminar, refleja que los años han mellado la fortaleza que siempre los acompañó. De su piel solo podré decir que ya no es lozana y rozagante, ahora, por el contrario, se advierte ajada, rugosa y estrujada. 

En años idos, su voz era un cañón que inundaba cualquier espacio, cualquier salón; solo bastaba que pronunciaran una palabra, la más simple, para entender que una orden estaba lista para cumplirse. Ahora casi no hablan, más bien prefieren escuchar. La fuerza de su vozarrón ha desaparecido y, con la serenidad de los años, disfrutan hablar menos; de hecho, casi no hablan por más que quisieran, en ocasiones porque no queda suficiente fuerza y en otras, porque casi no son escuchados. Con su sabiduría natural no les gusta perder el tiempo, ese poco que ahora les queda.

En las noches de antaño bastaban 4 horas para recuperar fuerzas y seguir el jornal. Hoy no alcanza la noche entera para reponerse de sus dolencias y fatigas; sencillamente, de esa fortaleza ya no queda nada, ya está agotada. Recuerdo bien cuando su cuerpo era capaz de soportar un sancocho, una bandeja o un tamal, en cualquier hora y lugar. Hoy no pasan de un caldito para evitar malestar, un caldito tempranero, con poco aliño y poca sal, pues de lo contrario, larga sería la noche que los habría de esperar. 

En su etapa final caen en cuenta que trabajaron demasiado, pero de esas carreras no fue mucho lo que al final quedó, salvo algunas hernias, algo de sordera, mucho de fatigas y bastante soledad. No hubo tiempo siquiera para cultivar amistades con quien compartir en su avanzada edad.

Los viejos ya no se interesan mucho por novelas, tampoco por viajar. De tabernas y de fiestas no son amigos, no les gusta ese lugar. A su edad madura, avanzada y agotada, quieren gozar de las cosas más simples para las que antes no tenían espacio. Los bosques, las flores, los pájaros, los perros, el correr del agua en los ríos y, de manera callada, de su soledad. Los más jóvenes se molestan porque el viejo se retrae y ya no quiere compartir como antes, pero no es eso, no es que no quiera, es que ya no es capaz; quiere descansar, estar tranquilo, vivir en paz. 

Los viejos se pusieron viejos de la misma manera en que los niños ya están grandes y no pasará mucho tiempo para que los niños sean los nuevos viejos, con lo cual, ya no le dirán: «venga muchacho», sino que lo llamarán: «oiga cucho». ¿Ahora sí me entienden por qué les digo que los viejos se pusieron viejos? Porque su juventud ya no está.