En tiempos actuales, muchos actores políticos recurren a la burla, el bochorno, el escándalo, un modelo de comportamiento, pues desde su entendimiento, lo importante no es el fondo, ni la sustancia, es la forma y los likes que el acto les dispense.
La falta de respeto se ha vuelto norma, en algunos casos, incluso con irrespeto y desconocimiento del dolor ajeno, lo cual se ha convertido en un reflejo preocupante de nuestra democracia.
Hace algunos días, el Congreso de la República se convirtió en el centro de atención nacional por una situación lamentable que se presentó en el recinto de la Cámara, donde una madre adolorida, intentó agredir a un congresista que a su juicio se había burlado de su dolor y la había revictimizado.
Este tipo de episodios parecen captar más atención en redes sociales y medios que los debates propiamente dichos, muchos de ellos altamente necesarios para el progreso y el desarrollo del país.
No hay justificación para actos de burla, mofa o chanza, con aquellas personas que vivieron con horror el abandono del estado que les convirtió en «delincuentes» o jóvenes muchachos que algunos sectores usaron para dar resultados positivos en supuestas acciones militares que jamás ocurrieron.
Esas acciones imprudentes remueven la herida y causan un dolor innecesario en madres, esposas, hermanos e hijos, víctimas de una guerra que no cesa. Sean uno, dos o mil, cada víctima merece respeto y más tratándose del que debe dispensar una persona pública que oficie como Congresista.
Tampoco se puede aplaudir que la respuesta al acto imprudente sea una agresión física orquestada por una turba ideologizada.
Hablamos de democracia, pero vivimos en un país donde pensar diferente parece un delito, donde el dolor ajeno no se respeta, y donde demasiadas veces las respuestas son golpes, burlas y actitudes egoístas.
Colombia carga con una historia que muchos preferirían olvidar, pero que no podemos ignorar, pues olvidar o ignorar son el primer paso para repetir, y créanme que nadie quiere repetir esa barbarie.
Respetar nuestra historia implica honrar la memoria de miles de desaparecidos, víctimas de un conflicto absurdo. Una bota pintada, como símbolo, representa el derecho a la memoria. No es un llamado a la violencia ni una provocación, sino una forma de mantener vivo el recuerdo.
Nos falta solidaridad. Nos falta humanidad. Nos falta respeto.
Es hora de repensar cómo queremos construir esta democracia y qué legado queremos dejar para las próximas generaciones. Respeto y empatía deberían ser el punto de partida y adicional a ello se hace necesario recordar que una cosa son las oposiciones políticas o ideológicas, pero por más que no pensemos igual NO TODO VALE.