Desde 1997, y por decisión de la Corte Constitucional, Colombia viene discutiendo la necesidad de reglamentar el derecho al buen morir, especialmente para aquellas personas que padecen sufrimientos físicos o mentales graves e incurables, que les impiden llevar una vida digna. Se trata de enfermos que enfrentan día a día un dolor profundo e incesante, aquellos que comúnmente denominamos pacientes terminales.
Un paciente terminal es alguien que sufre una enfermedad avanzada, sin posibilidades razonables de curación, y cuyas condiciones físicas y mentales se deterioran progresivamente, enfrentando de manera inevitable la cercanía de la muerte.
La eutanasia, entendida desde tiempos de la antigua Grecia como el derecho a una muerte digna o, como se dice comúnmente, a un buen morir, no se trata de provocar la muerte por sí misma, sino de ofrecer alivio a dolores insoportables que han robado la calidad de vida y la paz de quien alguna vez gozó de buena salud. Es una decisión médica y humana, acompañada por profesionales, cuyo objetivo es brindar descanso a quienes ya no pueden vivir sin sufrimiento.
Han pasado 28 años desde la Sentencia C-239 de 1997, y el Congreso aún no ha cumplido con su deber de legislar en torno a este derecho fundamental. Fue tal la omisión, que en 2014 la Corte Constitucional ordenó al Ministerio de Salud establecer los protocolos y procedimientos necesarios para garantizar su aplicación, en respuesta a las voces de quienes claman justicia desde sus camas de hospital.
Lamentablemente, los intentos legislativos por regular este derecho han fracasado reiteradamente en el Congreso, frenados por argumentos de índole moral y religiosa que privilegian la defensa del derecho a la vida, incluso en condiciones de agonía, dolor, tristeza y sin esperanza de recuperación. En muchos casos, se ha considerado más importante mantener viva a una persona que sufre, que permitirle, con dignidad y humanidad, poner fin a su dolor mediante una decisión informada y acompañada por expertos.
No se trata de promover el suicidio, ni de abrir la puerta a decisiones irresponsables. Al contrario: la propuesta exige que un equipo interdisciplinario evalúe cada caso, cumpliendo condiciones estrictas y estándares éticos y científicos, para evitar que este derecho se convierta en una “venta de pasaportes al más allá”.
El paciente terminal tiene dos caminos: optar por la eutanasia activa, mediante la intervención médica directa para cesar su sufrimiento, o recurrir a la eutanasia pasiva, dejando de recibir tratamientos que prolongan su vida de manera artificial. La diferencia es clara: en la segunda opción, el dolor persiste por un tiempo indefinido.
Quienes se oponen a esta medida suelen afirmar que solo Dios tiene derecho sobre la vida. Y aunque no nos corresponde discutir desde la fe, también es legítimo preguntarse: ¿querría Dios que sus hijos vivan en medio del sufrimiento extremo, sin esperanza, afligidos por la enfermedad, agotados por las intervenciones médicas, y convertidos en una carga para sus seres queridos?
Muchos pacientes manifiestan con claridad su deseo de partir. Reconocen que su estado de salud se ha vuelto una carga para ellos y para quienes los cuidan. Y no lo dicen desde el egoísmo, sino desde una profunda conciencia del desgaste físico, emocional y económico que su condición representa.
Este debate no puede seguir atado a creencias individuales ni a juicios morales. Es un asunto de humanidad. La decisión debe estar centrada en el paciente, no en la familia, ni en la sociedad, ni en la curia. Porque nadie que no sufre puede hablar con propiedad del dolor ajeno.
Debe ser el paciente quien decida. Debe ser el paciente quien resuelva. Siempre que esa elección se tome con plena conciencia, acompañamiento médico y dentro del marco legal y ético, debe existir una opción. Esa opción es el derecho a la EUTANASIA.