Profesión de alto riesgo

En los inicios de la humanidad, las familias se agruparon en pequeños grupos llamados tribus, donde el líder era escogido generalmente por ser el más fuerte. Luego, se evolucionó a los consejos de sabios, se pasó a los clanes y los reinos, hasta que en la Grecia antigua se diseñó lo que sería la democracia. Esta tuvo periodos oscuros en muchos estados, donde se anteponía el poder del rey, respaldado por la fuerza militar, hasta que finalmente se volvió a los modelos democráticos, hoy imperantes en la mayoría de países. En estos, la regla es la elección de los gobernantes y la excepción es la imposición del poder por la fuerza o la herencia.

La democracia, sin proponérselo, creó una profesión —por demás bastante peligrosa—: la profesión del político. Es decir, la ocupación laboral con carácter de permanencia de aquellos hombres o mujeres que dedican su vida a las tareas públicas, especialmente en cargos de elección popular, tales como presidentes, gobernadores, alcaldes, senadores, representantes, diputados, concejales o ediles. Muchos de ellos la ejercen con tal éxito que logran que los ciudadanos les habiliten el paso de un cargo a otro, con lo cual bien puede decirse que en su vida ejercen la profesión de políticos.

Ser político, en años idos, era sin duda el ejercicio de una actividad noble, ejercida por los más cívicos y apreciados ciudadanos de cada comarca, quienes concebían la actividad según la primigenia consideración que hiciera Platón, cuando asoció la política a la justicia, y cuando el arte de gobernar era visto como un deber ciudadano. No como hoy, donde los electores ven en los gobernantes a unos favorecidos de la fortuna que viven a cuerpo de rey por cuenta del erario público.

La profesión del político se ha convertido en un ejercicio bastante complejo y, además, altamente peligroso. Por un lado, porque ha hecho carrera presumir la mala fe de los actores políticos, condenar sus acciones por el solo hecho de ser desarrolladas por ellos; y por otro lado, porque ya se ha vuelto paisaje: pareciera entenderse que es connatural al ejercicio público que un político sea atacado, lesionado o asesinado.

Según la Misión de Observación Electoral, en 2024 tuvimos 37 homicidios de líderes políticos y 34 atentados contra personas que ejercen esta profesión, además de un caso documentado de desaparición y 18 secuestros. Todos estos eventos resultaron asociados al desarrollo de la actividad, donde la causa probable del acto fue la violencia sobre las ideas, con lo cual estamos frente a delitos de opinión o de pensamiento diferente. Fueron 90 casos de violencia política contra líderes de diferentes orillas ideológicas, a lo cual habrá de sumarse que se produjeron 171 casos de amenazas denunciadas ante autoridades competentes, asociadas a la misma causa, además de todas las amenazas que no se elevaron a denuncia.

Los partidos políticos con mayores afectaciones fueron, en su orden: el Centro Democrático, el Partido Liberal y la Alianza Verde, teniendo en los concejales y alcaldes a los profesionales políticos con mayor nivel de agresiones o ataques.

Recientemente, el país ha visto de manera bastante dolorosa el ataque sufrido por el senador de la República Miguel Uribe Turbay, cuando desarrollaba una actividad propia de quien ejerce como senador, y más aún cuando se encuentra en campaña presidencial. Estamos hablando de una concentración callejera en un parque, en la que, por demás, se busca y procura la asistencia del mayor número de personas posible, para que escuchen las ideas y acepten acompañar al candidato en su aspiración, dándole la oportunidad de ser el elegido para el cargo al que aspira.

Los videos, ampliamente difundidos por las redes, muestran con crudeza el actuar desalmado del atacante, que no es más que un instrumento de un determinador interesado en impedir la llegada al poder de un brillante pensador político, o, cuando menos, interesado en desestabilizar el sistema. Para ello no tuvo inconveniente en acabar con una familia, dejando completamente desprotegidos a unos hijos y a un hogar.

Para muchas personas es muy importante definir si los ataques provienen de la izquierda o la derecha, al tiempo que les interesa mucho saber si la víctima es de gobierno o de oposición, cuando lo único importante, lo realmente importante es el respeto a la vida, sin importar a qué partido se pertenezca o que ideología se defienda.

Lo más bárbaro de este asunto es que hemos quedado notificados de que cada discurso en plaza pública, cada reunión de campaña, cada evento masivo, serán verdaderas ruletas rusas en las que podemos estar seguros de que entramos, pero no sabremos si salimos y, menos aún, si lo hacemos con vida o por lo menos con la misma salud con la que ingresamos.

La política puede ser y debe ser, además, motivo de diferencias en las ideas y el pensamiento, pues de eso se trata el debate y la confrontación: de ofrecer diferentes puntos de vista para que el ciudadano escoja la propuesta que más le agrada o le convence. Si todos los políticos pensáramos igual, no habría necesidad de elegir; cualquiera se ajustaría a las condiciones del cargo y a las necesidades del momento. Pero lo que no puede ser es una confrontación de fusiles, armas de 9 milímetros, bombas o puñaladas. Eso no es propio de ninguna profesión, arte u oficio.

La política es, y debe ser, el arte de gobernar. Nunca más debería asociarse al ejercicio de intentarlo y no morir en el acto. La política no puede seguir convertida en una PROFESIÓN DE ALTO RIESGO.