En lo que va del 2025, al menos 85 uniformados, entre policías y soldados, han sido secuestrados en Colombia. Una cifra escandalosa que, sin embargo, parece estar en proceso de normalización, al igual que las masacres, los desplazamientos y la creciente presencia de grupos armados ilegales.
En marzo, 28 policías y un militar fueron retenidos ilegalmente en El Plateado, Cauca, por pobladores constreñidos por disidencias de las FARC. Dos días después fueron liberados. El pasado 21 de junio, 57 militares fueron secuestrados en El Tambo, también en Cauca, en una repetición macabra del mismo patrón: comunidades usadas como escudos humanos y Fuerza Pública humillada.
La respuesta institucional no puede seguir siendo tibia. Pedir con comedimiento la liberación de nuestros soldados no es una solución. Tampoco lo es apelar a la buena voluntad de quienes han convertido las retenciones (que no son otra cosa que secuestros simples), en estrategia política y territorial.
Los actores de la guerra son tan cínicos que se atreven a afirmar que no se aceptan las liberaciones por la fuerza, toda vez que, a juicio de ellos, eso sería tanto como tener un Gobierno que “golpea al pueblo”, cuando la verdad es que quienes secuestran ya no son solo armados ilegales, sino comunidades que actúan bajo órdenes.
En Colombia se han invertido los papeles: la Fuerza Pública, llamada a proteger a las comunidades, hoy es secuestrada por ellas. No por voluntad propia, sino bajo la presión de grupos criminales que dominan extensas zonas sin presencia efectiva del Estado. Y mientras tanto, el país se acostumbra tanto que ya no hay asombro.
El más reciente rescate de los 57 militares fue un logro de la presión militar y del liderazgo del ministro de Defensa, quien logró la liberación sin derramamiento de sangre. Sí, es valioso que no haya muertos. Pero ese resultado también deja un mensaje claro: el Estado sí tiene poder cuando actúa con decisión. Los delincuentes no pueden imponer los tiempos ni las condiciones.
Colombia tiene con qué hacerse respetar. Lo que nos está fallando es el carácter. La sumisión no es sinónimo de paz, y la prudencia no puede confundirse con debilidad. Hoy estamos arrodillados ante el crimen porque el Estado ha renunciado a su autoridad en los territorios. Es hora de volver a levantar la cabeza.